2 de febrero de 2011

La pesadilla de los héroes


Entre tantas memorias que ha perdido, la Argentina parece haber perdido también la memoria de su derrota en las islas Malvinas, el 14 de junio de 1982. Aquella guerra infausta dejó una estela de sobrevivientes desconcertados, que parecen fuera del tiempo y que no encuentran espacio en la realidad. Impaciente por el desfile casi cotidiano de los piquetes que demandan pan y trabajo o por las exigencias de seguridad de la clase media, el país les ha vuelto la espalda. Algunos de ellos han acampado en el ángulo sudoeste de la Plaza de Mayo, en Buenos Aires, y llevan allí ya cuatro meses. No se retirarán -han dicho-, hasta que el Gobierno les conceda pensiones de guerra y seguros de salud que los salven de la marginalidad. No sólo para ellos la invasión de las islas fue un conflicto. También lo fue para centenares de miles de argentinos, atrapados por el dilema entre la voluntad patriótica por recuperarlas y el repudio a la dictadura, que la usaba para encubrir su derrumbe.

Un domingo lluvioso de agosto visité las carpas donde viven. Alrededor se ha formado un barro pegajoso que se aferra a las suelas de los zapatos como si tuviera dientes. Los veteranos han tendido listones de madera para desplazarse de un lado a otro, pero el barro, implacable, va cubriéndolo todo. En cada una de las carpas hay dos catres de campaña, una garrafa de gas para cocinar y una lámpara mortecina, cuya energía depende de los cables de la calle. Afuera, bajo la garúa, algunos ex soldados, en ropas de fajina, recogen firmas para apoyar el petitorio que han presentado al Gobierno y, en una alcancía precaria de cartón, las donaciones de los paseantes. A las seis de la tarde, ya avanzado el crepúsculo, la colecta suma unas pocas monedas.

Algunos visten capotes traídos de quién sabe cuál pasado. Otros van y vienen, con las manos a la espalda, luciendo medallas que parecen de utilería aunque sean verdaderas. A mediados de agosto, cuando la protesta cumplió cien días, un centenar sobrepasó las vallas que protegen la Casa de Gobierno, a ochenta metros de las carpas, e inició una huelga de hambre junto a la entrada principal. Según el Gobierno, todos los miércoles los funcionarios se entrevistaban con una delegación de veteranos, pero en las carpas eso no parecía suficiente: esperaban respuestas que tardaban en llegar. Dos semanas antes, se los había convocado a un censo para determinar cuántos son, cómo viven y dónde, qué hicieron en la guerra y cuáles son sus necesidades personales y familiares. Como el censo se completará sólo a fines de octubre, la huelga de hambre prometía volverse interminable y, a la vez, intolerable. A las treinta horas los convencieron de que se volvieran al campamento de la plaza, donde los veteranos siguen resueltos a persistir hasta que se dé solución a su lista de quejas.

En una de las carpas hablé durante más de media hora con el ex cabo Carlos Gómez, de 46 años, que vive en Rafael Calzada con su esposa y tres hijos. Como la mayoría de los que volvieron de las islas, a Gómez le ha costado reinsertarse en la sociedad. Combatió en Puerto Argentino, en la Compañía de Ingenieros 601, y fue testigo directo de la rendición. Para él, son veteranos sólo aquellos que pelearon. "No es lo mismo alguien que cambiaba las ruedas de un avión en Comodoro Rivadavia, al reparo,-dice, con un resentimiento sin secretos- que otro soldado expuesto al frío y a la metralla inglesa, en las trincheras o al descampado." Según sus cuentas, los veteranos eran sólo catorce mil en 1983, y ahora deberían ser mil o dos mil menos ("porque nos han gastado las enfermedades y los suicidios"), pero las listas de los que reciben pensiones de 420 pesos es de casi veintitrés mil hombres. "Si no hubiéramos perdido la guerra, todos seríamos héroes", dice. Y aunque de alguna manera hayan contribuido a ganar la democracia, eso no le sirve de consuelo. "A nadie le hemos importado nunca", se lamenta. "Ya ve cómo estamos."

Lo peor fueron los suicidios, y de eso se habla afuera, bajo la lluvia, y entre el barro de las carpas, como si fuese el santo y seña de la ignominia. Cuando los veteranos regresaron de las islas, los jefes militares los ocultaron porque encarnaban la vergüenza. Después, los gobiernos de la democracia fueron olvidándolos. Como la Argentina no tenía experiencia en guerras desde el siglo XIX, se pasaron por alto los inevitables traumas que las suceden y, al regresar, los soldados quedaron librados a su propio infortunio. Algunos se aislaron y se deprimieron; otros suplieron con alcohol y drogas la falta de trabajo; unos pocos contrajeron sida o terminaron presos. Lo peor fue la orfandad psicológica. Entre 1982, cuando cesó el conflicto, y 1986, se suicidaban entre cincuenta y cincuenta y cinco veteranos por año, sin poder encontrar una salida a sus ataques súbitos de desesperación. El índice disminuyó luego a un suicidio o dos por año, pero los últimos fueron los peores.

En 1999, el veterano Eduardo Paz, padre de seis hijos, recibió del gobierno de la provincia de Santa Fe la casa que reclamaba desde hacía una década. Estaba situada en un suburbio de la ciudad de Rosario, no lejos de su trabajo precario. En lugar de alivio, Paz -que tenía cerca de cuarenta años- sintió una infinita pesadumbre. No sabía explicar las razones y, cuando se las preguntaban, respondía: "¡Quién sabe! Deprimirse es una maldición del destino". Una noche de otoño limó las rejas que protegen el monumento a la bandera, alto como un edificio de siete pisos. Luego tomó el ascensor que lleva a los visitantes hacia un mirador, y desde allí se arrojó al vacío. Meses antes, un infante de marina que había sido su compañero en el desembarco en las islas empezó a tener pesadillas de muerte. Lo sometieron a un tratamiento psiquiátrico que pareció estabilizarlo. Regresó a su casa, besó a sus hijos y se pegó un tiro en la sien.

En las carpas de Plaza de Mayo hay otro infante, Marcelo Torres, que intentó matarse cuando la crisis económica de finales de 2001 lo dejó sin trabajo. Tuvo suerte. Le tembló la mano y el disparo rompió el techo de lata de su casa mísera. A otro, la bala fallida le perforó la mandíbula. Hasta ahora, los suicidios suman doscientos ochenta y seis, pero a medida que pasan las semanas la cifra crece, implacable.

Cuando el campamento empezó, a mediados de mayo, había unas setenta carpas. Algunos llegaban a manifestar su impotencia desde las provincias, donde vivían en la calle o en chozas precarias "construidas en la copa de los árboles", dice Gómez. "Así sucede en Misiones." A fines de agosto, el campamento se reducía a siete tiendas, en las que se rotaban unos doscientos hombres. Sus familias van a visitarlos los fines de semana; las donaciones de la gente aportan la comida, y disponen de dos baños químicos. Para lavarse suelen ir al Banco de la Nación Argentina, donde una mano de caridad les franquea la puerta de las duchas.

Lo que piden quizá no sea demasiado, pero es difícil de obtener cuando el Estado se declara en quiebra: quieren un seguro médico, un aumento de sus pensiones y el reconocimiento de los diez años -hasta 1991- en que no recibieron un solo centavo. Aunque algunos de ellos sueñan todavía con un gobierno autoritario que los premie con "las viviendas y los beneficios de salud que tuvieron, por ejemplo, otros derrotados, como los de Vietnam" -según la aspiración de Carlos Gómez-, la mayoría cree que sus vidas ya destrozadas cuando eran demasiado jóvenes merece, al menos, un final de dignidad.

En las escuelas argentinas del pasado, los héroes del siglo XIX eran la encarnación de las virtudes patrias. Cuando a finales del siglo XX los héroes aparecieron de veras, desharrapados y analfabetos, el país se volvió sordo y ciego. El heroísmo es bello en los libros de historia, pero indeseable y terrible en la realidad.


Tomás Eloy Martínez
Publicado en el diario "La Nación" 
Septiembre 4, 2004

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